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‘Explotación y Exportación agraria, casi la misma palabra’. Por Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria.

8 juny, 2022

Artículo de opinión de Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria

Publicado de manera original en Nuevatribuna.es

El modelo agrario en nuestro país y su inserción de las cadenas internacionales del mercado del agro, gira en torno a dos ejes, la ganadería industrial del porcino y la exportación de frutas y verduras cultivadas en los invernaderos del sur del país.

Estos dos pilares de la economía agraria están asentados en características similares que obligan a su transformación y es así porque han demostrado ser incompatibles con los objetivos de cambio climático. Ambas se han constituido en dos de las principales chimeneas de emisiones de CO2, y ambas se caracterizan por su vocación exportación a precios baratos y esto se logra fundamentalmente a través de bajos salarios y malas condiciones laborales.

La pregunta del millón es si estos sectores se podrían transformar para ser más sostenibles.

Nuestra opinión es que no es posible. Y no lo es porque fundamentalmente los modelos de agricultura y ganadería industrial insertos en las grandes cadenas del mercado internacional necesitan producción masiva y competir en costes, y para ello necesitan trabajadoras y trabajadores con bajo salario y malas condiciones laborales. No se trata de una decisión empresarial de ser más o menos responsable, se trata finalmente del esquema de producción y comercialización. La explotación es condición para jugar en esa liga.

Por eso no es raro, que se haya sabido estos días previos a la preparación de la Cumbre de las Américas, que España va a comprometerse a acoger a un “número simbólico, pero significativo” de refugiados centroamericanos, según ha revelado la web estadounidense Axios, diciendo además que podríamos hasta triplicar en número de temporeros de esta región a través del actual programa de trabajo temporal.

La agricultura y ganadería intensiva de exportación ha basado su competitividad en la presión constante a la baja de los costes laborales, que es la manera elegante de decir una política constante de explotación laboral y, más allá de los aspectos laborales, de explotación humana. Es más, podríamos afirmar que el modelo industrial de exportación depende de la existencia de una población socioeconómicamente vulnerable, reproducida de manera permanente, que permanezca en los campos para responder, rápida y disciplinadamente, a las necesidades del capitalismo agrario, hoy son las mujeres marroquíes, temporeros africanos, mañana centroamericanos.

Un ejemplo, en Huelva se produce anualmente más de un cuarto de millón de toneladas de fresas. El 95% de todas las fresas que se produce en el Estado se cultivan ahí, y el 85/90% de toda esa producción se exporta, especialmente a Alemania, y esto tiene un precio, por eso no es sorprendente que a principios de 2020, el relator especial de las Naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, Philip Alston, visitara los campamentos de las personas trabajadoras temporeras de la fresa en Huelva y después de la cual redactó en su informe que las condiciones de vida que vio allí «rivalizan con las peores que he visto en cualquier parte del mundo», y eso que ha realizado visitas a Yemen, Sudan, Bangladés, Timor, Guinea-Bisáu, China o Malasia, por poner algunos ejemplos.

Esto no es un fenómeno sólo español, aquí se manifiesta de esta manera, pero esquemas parecidos tenemos en otros países, en todos lados funciona de una manera parecida, y para contar con mano de obra barata, no es suficiente tan sólo con tener un buen desarrollo empresarial, sino contar con un profundo proceso de reestructuración institucional, productiva y social. Es decir, para garantizar la competitividad de los productos agrícolas en los mercados globales, las empresas del sector, con el apoyo de las instituciones públicas, han promovido la implantación de una norma de empleo basada en la informalidad, la elevada estacionalidad, la intensificación y flexibilización del tiempo de trabajo, el alargamiento de las jornadas y los bajos salarios.

Podemos decir que en realidad no es nada nuevo, sino que se parece mucho a lo que se llamó en el siglo XVI «asientos de negros» que puso en marcha la Corona española. Las colonias americanas necesitaban mano de obra, sobre todo para las plantaciones agrícolas agroexportadoras, debido a que la población local había sido eliminada por diferentes vías. Se ideó entonces la contratación, en origen, de personas esclavas africanas para trasladarlas a las explotaciones americanas. De ello se encargaban particulares que obtenían el permiso (el «asiento») por parte de las autoridades españolas para capturar la cantidad de población necesaria y enviarla, de manera legal (también existía el esclavismo ilegal) a las haciendas caribeñas

Así, en este momento, producciones intensivas que tienen como objetivo la explotación se han ido nutriendo del empleo de trabajares/as extranjeros, facilitado además porque somos país fronterizo con África, lo cual hace que esta industria pueda disponer de mano de obra migrante y aprovecharse de su situación de vulnerabilidad.

Es de esta manera que hemos logrado llegar a ser la “huerta de Europa”, una auténtica factoría vegetal, ya que de aquí sale el 25% de frutas y hortalizas que se consumen en Europa y se producen 4,5 millones de toneladas de alimentos. El Estado español es el segundo país del mundo en superficie de invernaderos: 70.000 ha, 35.000 ha en Almería y Costa de Granada y de todos los que hay en Europa el 34% de los invernaderos están aquí.

Y para que esto funcione, el punto clave es mantener a raya los costes laborales, porque suponen más del 45% del total de costes de explotación.

Si queremos realmente transformar este sistema alimentario y hacerlo de manera que sean más sostenibles y humano es, desconectarlo de los mercados globales, priorizar los modelos de agricultura y ganadería familiar, basada en sistemas alimentarios locales y consecuente con los límites ecológicos y climáticos. Cualquier otra cosa es hacernos trampas al solitario.

Y para ello necesitamos una nueva generación de políticas públicas. El camino no es como hasta ahora seguir con la inercia y transferir la responsabilidad del cambio a los ciudadanos, no nos pueden poner en la situación de elegir entre un alimento que enferma o no, un alimento que contamina o no, un alimento que explota a las personas o no.

Pero es obvio que los cambios que necesitamos son profundos y necesitan de consensos e inversión, para el corto plazo, y de manera urgente necesitamos cambios e implicación de la administración pública ya.

Medidas como reducir nuestra cabaña porcina industrial un 40% antes de 2030, así como una reducción de la fertilización química del un 50%. Necesitamos además cortocircuitar el mecanismo de explotación laboral de esta industrial con un largo listado de medidas que aunque parezca increíble no existen, por ejemplo es urgente aumentar las inspecciones de trabajo, sustituir la intervención de las ETT por una agencia pública, acabar con las situaciones de chabolismo y falta de acceso al alojamiento temporal. Elaborar un plan efectivo de prevención y protección frente a situaciones de violencia contra las mujeres trabajadoras, como que no tengan garantizada la seguridad laboral, el derecho a huelga, la libertad sindical, el derecho al descanso y a la baja por enfermedad, entre otros. Y una cuestión casi diría previa a todo lo demás es poner en marcha un proceso de regularización masiva que permita salir de la situación administrativa irregular en la que se encuentran miles de trabajadores y trabajadoras, que les convierte en candidatos/as a la explotación.

En definitiva, un sistema alimentario cuyo fin sea el garantizar el derecho a una alimentación sana, justa y sostenible.

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