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El Clima ha cambiado, la agricultura debería hacerlo

6 noviembre, 2024

Sabemos desde hace décadas que el Estado español es una de las zonas planetarias que más va a sufrir el cambio de patrón climático y que, dentro de ella, el Mediterráneo es un punto crítico (en un mundo ya de por sí muy crítico). Por ejemplo, sabemos que el Mediterráneo se calienta un 20 % más rápido que la media mundial, que se está tropicalizando, que los fenómenos atmosféricos violentos que antes veíamos por televisión en otras latitudes ahora golpean nuestras puertas y ventanas, que esa tropicalización va de la mano de una desertificación, que vamos a tener periodos de sequia grave acompañados de otros de pluviometría extrema.

El clima ha cambiado, asumámoslo, hemos entrado en una fase climatológicamente distinta a la anterior y los impactos directos e indirectos de nuestro nuevo clima van a afectar a todos los ámbitos de nuestra vida y, en última instancia, a nuestra estabilidad y la prosperidad futura. La nueva normalidad es la excepcionalidad climática y deberíamos estar ya en pleno proceso de adaptación.

Una vez constatado el fracaso absoluto en la llamada lucha contra el cambio climático y asumido que hemos entrado ya en la fase de emergencia climática, de la misma manera que el sistema alimentario industrial ha sido y sigue siendo uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero, también puede ser un sector clave en la mitigación y en la adaptación de esa emergencia. Esperemos que, esta vez, si actuemos antes de que sea de nuevo demasiado tarde. Mirar para otro lado solo servirá para incrementar los daños materiales, y sobre todo humanos y emocionales, en el próximo evento. La DANA de Valencia nos ha abierto los ojos, estamos en un nuevo escenario y necesitamos abandonar algunas prácticas que hasta ahora realizábamos y emprender cambios profundos y urgentes, también, en lo alimentario, porque nos va la vida.

Aunque el tema es complejo y con diversas aristas, si podemos apuntar tres elementos que consideramos claves a la hora de afrontar la emergencia climática que tienen que ver con la adaptación.

La palabra fetiche de la adaptación climática, en lo que a agricultura y alimentación se refiere, es resiliencia, es decir, la capacidad de un sistema de retener su estructura organizacional y su productividad tras una perturbación. Sistemas que aguantan el choque y que se recuperan rápido. Pero esta palabra, resiliencia, como tantas otras, se nos está destiñendo de tanto usarla. Hablar de resiliencia es hablar de diversidad. La base de los sistemas alimentarios resilientes es la biodiversidad agrícola y alimentaria. Necesitamos cambiar radicalmente el actual modelo basado en grandes producciones industrializadas y homogéneas, en buena parte con destino a la exportación, por otros modelos basados en la agroecología. Los actuales modelos son extremadamente frágiles, funcionan con una margen muy estrecho de condiciones ambientales y penden el hilo de un pequeño grupo de corporaciones. Cualquier pequeña perturbación colapsa el sistema. Hay que cambiar eso e impulsar, ahora sí que sí, modelos agrícolas diversos, familiares, locales y en harmonía con los ecosistemas, no peleados con ellos.

Hay que construir cadenas alimentarias en red local, los grandes hubs productivos y con destino a los mercados internacionales son altamente peligrosos. Cuando una ficha de la cadena cae (y van a caer muchas y en todas partes a partir de ahora), el sistema se tambalea y si la perturbación se mantiene, al final colapsa. La logística y los sistemas de distribución y comercialización alimentaria deben ser más locales y enraizados al territorio, lo local coordinado con lo regional de manera eficaz es lo que nos va a salvar de los fenómenos climáticos extremos, no las grandes plataformas de importación y exportación ni los grandes centros logísticos centralizados que dan de comer a las grandes ciudades.

El segundo elemento que hay que cambiar es la relación campo-ciudad. Hasta que punto podemos seguir actuando como hasta ahora, con ciudades cada vez más grandes, con medios rurales cada vez más destruidos o abandonados, si queremos un nuevo urbanismo necesitamos un nuevo ruralismo y eso quiere decir, entre otras cosas, una nueva agricultura y ganadería porque el campo debe poder vivir del campo, sin una actividad agrícola y ganadera funcional y rentable, la palabra rural o campo pierden sentido y se convierten en una significante sin significado.

El tercer elemento es territorio y ello quiere decir planificación territorial. El suelo no es un recipiente vació donde se pueden construir polígonos, autopistas, infraestructuras por doquier y pensar que no va a pasar nada. Hay que reordenar el territorio teniendo en cuenta los aspectos ambientales, climáticos, hidrológicos o agrícolas. Cambiar campo por cemento tiene consecuencias. Cambiar sistemas costeros, sistemas dunares, riberas, huertas, campos, canalizaciones, materia orgánica en los suelos, vegetación o cultivos, por un urbanismo hecho a espaldas de los ecosistemas es un suicidio colectivo.

Para todo esto, y aunque de miedo la palabra, necesitaremos planificación, a corto y a largo plazo.